La abuela cocina


La abuela cocina. No tanto como antes pero todavía hace algo. Hace todo sentada, dice que no puede estar parada mucho tiempo, que no aguanta, que se cansa. La cocina parece detenida en el tiempo, tal vez sea por la mesada que es la misma de siempre o por mis ganas que miran por la ventana y pueden ver lo que era el patio cuando había mucho ruido en esa casa. Pero la ventana es nueva como varios de los muebles, como mis ojos, ahora hay hasta una tele amurada a la pared porque la abuela prácticamente está todo el día ahí, sentada en su trono, como le decimos a esa silla enorme de madera. Dice que quiere estar ahí, que afuera no por si se cae, que al comedor -que está en la parte delantera de la casa- no porque hace frío, que caminar no porque le duelen las piernas y así va reclinándose a ese espacio pequeño que es su cocina pero a la vez su lugar en el mundo, el lugar donde pasa sus días como si quisiera que la muerte la encontrara tranquila, en orden, pero sobre todo, atenta. Que a vivir no, porque la soledad le cuesta.
Cuando el Nono murió, la sentaron en una silla y se lo dijeron, lo tomó con calma y dijo que sabía que ese momento iba a llegar porque el Nono hacía degustar al garguero y temblar al cuerpo y éste se le retobaba dos por tres. Pero cuando ella lo vio, inmóvil, adornado con puntillas blancas como su piel, cuando lo quiso mirar a los ojos, los ojos más hermosos que vi en mi vida y no es porque era mi abuelo, de verdad eran los más hermosos, en ellos podías ver el mar del caribe y el cielo azul del verano, y cuando los arrugada, sonriendo con picardía porque volvía del bar y le brillaban ¡ah! Era la combinación perfecta de hermosura y ternura, y eso sí lo digo como nieta. Cuando mi abuela vio que no podía verlos, que la muerte le prohibía a él mirar y a ella encontrarlos, ahí se quebró, agarró el borde del cajón como si fueran los hombros del viejo y, ahogada con el llanto, le preguntaba por qué me hiciste ésto, Alter, Alter, lo llamaba como si fuera que él no le respondía porque no entendía el castellano.
Al principio salía. Fue un par de veces al patio y también se sentó frente a su casa. Al principio siguió haciendo tortas para los sábados, siguió amasando fideos y haciendo esas comidas que sí, solo una abuela hace, comidas que hoy se restringen a picar una cebolla, un morrón y el perejil porque siempre va a ser más rico que el deshidratado; con movimientos más suaves como si quisiera ir lento, con las manos arrugadas de tiempo y la piel delgada que ahora resguarda como si no quisiera que el viento la desnude y nos deje ver su tristeza.

Comentarios

  1. Hoy tuve un día larguito. Agotador. Ya es tarde. Tengo que escribir un trabajo para entregarlo mañana temprano a la mañana. Es corto, dos páginas. Pero no tengo ganas. A esta hora sólo quiero leer. Durante el día no tuve tiempo de escribir. Antes de empezar a bostezar y a bocetear los primeros renglones, entro a tu blog. Voy al primer relato. Me dejo llevar. Me olvido del deber. Estoy con la abuela. La veo cortar verduras. Escucho. Soy cómplice de la narradora. Interpreta movimientos y rituales. ¿Por qué? Cuando mis ojos se cansan, cuando no quieren ver el deber, mis ojos se entregan a otros para viajar un rato por otros mundos. Y así, conocer, escuchar, conversar, ser parte. Y voy cerrando la lectura, que también es escritura, y vuelvo a la rutina. Vuelvo, pero ya no soy el mismo que antes quería evitar el deber, escapar. Vuelvo con algo que no sé muy bien qué es. Algo que se te pega al cuerpo sin pedir permiso. Una historia que se inscribe en los susurros. Así, en esta noche y en este mundo.

    ResponderBorrar
  2. Re lindos el texto y la foto <3
    Me dieron ganas de volver a tener una abuela

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas populares