Umbrales que son comienzo

 




Foto tomada y enviada por mi mamá quien atesora en este momento el cuadernillo donde está el poema.


Umbrales que son comienzos

Hay umbrales que son comienzos y otros que son finales, pero todos tienen algo en común: de ninguno se vuelve, al menos, en idéntica manera. 

Volvía sobre su caja cada tanto y una vez abierta, sobre sus cuadernillos y carpetas en los que coleccionaba poesías, frases y canciones. Ahí estaba, esperando una nueva lectura que arrancaba de memoria: 

Cerraron sus ojos que aún tenía abiertos 

taparon su cara con un blanco lienzo

y unos sollozando y otros en silencio

de la triste alcoba todos se salieron. 

Escribo también de memoria y después agarro el libro que ahora tengo: página 61, poesía 73. Me equivoco en la estructura de los versos y hay una “y” de más, pero el resto ¡perfecto! 

Cuando lo leía, recorría mentalmente el cementerio de mi pueblo: el féretro entraba por los portones de madera y atravesaba los panteones. Me detenía en ese que parecía una piedra ahuecada, una montaña con una puerta excavada en la misma naturaleza, con los yuyos que le crecían por las hendiduras y el musgo que terminaban de caracterizarlo. ¿Cómo lo habrían hecho? ¿Habrían derramado, simplemente, el cemento que se fue endureciendo en su caída como una estalagmita? Era hermoso, quería dejar a la niña ahí porque me parecía perfecto para ella. Pero el libro decía nicho, entonces avanzaba, había uno cerca, en frente, ahí la dejaba, mirando al panteón. 

Me costaba mantener una imagen nítida de su rostro en mi cabeza: siempre la vi de perfil, con el pelo negro suelto sobre sus hombros y un poco de flequillo acariciándole la frente. Recorría con mis ojos su cuerpo pálido y débil, tan delicadamente recostado sobre una base recta de madera, con un vestido blanco y rodeado por tul del mismo color, tan espiritualmente en paz, tan profundamente dormida, tan valientemente tranquila, aun habiendo atravesado el umbral que es final. 

Vuelvo al libro. Hago el recorrido nuevamente: de la alcoba a la iglesia, de la iglesia al cementerio y, en el cementerio, desde el ingreso al nicho. ¡Qué solos se quedan los muertos! 

Me quedaba un rato pensando en las fotos de las placas del cementerio. Después volvía a leerlo, sentada en el suelo entre las dos camas que me cubrían por si entraba alguien. Si me pescaban con las cosas de mi hermana, y ella se enteraba, iba a arder Troya, eso decían. Mi hermana pegaba, copiaba o escribía los textos, los adornaba con imágenes como corazones o flores, y les hacía detalles alrededor como líneas de colores. Pero también atesoraba cuadernos que habían sido de mi mamá y que habían tenido un tratamiento similar. En mi  casa no había bibliotecas ni se compraban muchos libros pero había algunos y en este caso, podríamos decir que se hacían. En esos momentos estaban en mis manos, al menos por algunas horas. De alguna forma iban pasando por cada una de nosotras, se iban quedando y abriendo umbrales; nos unían y atravesaban de maneras particulares. 

Yo los recorría, leía y observaba, pero no recuerdo todos, solo éste que pertenecía a los cuadernillos de mi mamá. En las idas al cementerio, siempre recorrí las tumbas. Algunas eran mis preferidas y a todas les tocaba las fotos como intentando acariciar el rostro. Mi mamá tenía una respuesta para todo lo que le preguntaba: “No hay nadie ahí, es un ángel”… Era una piedra con un ángel en la parte superior, desde sus pies había una especie de tobogán hacia el suelo, calado en el mismo cemento que formaba la piedra. Entonces yo agarraba las bolitas de paraíso desparramadas por el piso, las ponía al principio del tobogán y las miraba caer zigzagueantes. Me gustaba pensar que los niños que habían muerto jugaban ahí, que lo habían hecho para eso, después de todo, tenía mi altura. 

Se atraviesan umbrales que transforman y se crean otros que nos traen de vuelta. En la facultad me reencontré con este texto que nunca busqué, pero que siempre pude comenzar a decir de memoria, fue una forma de volver a la primera lectura; esta escritura también lo es y creo que a eso vuelvo cuando escribo: 

…Rechina el silencio en mi boca

como maderas viejas del cementerio

que ceden con la tierra 

o como el viento

jugando con las almas pequeñas…

Se vuelve, pero no de igual manera.

¿Vuelve el polvo al polvo? 

¿Vuela el alma al cielo? 

Los cuadernos de mi hermana, que eran de mi mamá, fueron de los umbrales que son comienzos.



Texto publicado en Revista Rabiosa

 https://revistarabiosafhuc.wordpress.com/2020/11/19/umbrales-que-son-comienzo-por-belen-gimenez/

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