Relato publicado por Revista Rabiosa en https://revistarabiosafhuc.wordpress.com/2020/04/08/desarme-por-belen-gimenez/

Desarme 
Días antes de que se decretara la cuarentena, que era quincena y no cuaresma, mi ombligo me había empezado a doler. No era algo raro -tengo una hernia- pero tampoco algo normal. Hay otra historia con mi ombligo que explicaría su forma de embudo. Mi mamá me contó, con estas mismas palabras, que mi cordón umbilical se cortó cuando me sacaron de la panza. De chica me imaginaba que el cordón que nos unía era como la correa de mi vecino-perro que cuando quería salir corriendo, porque veía una pelota rodar, quedaba suspendido en el aire ante el primer envión. Pero en vez de eso ¡zas! el cordón se cortó porque el médico, en la pelea por sacarme a su mundo y mi resistencia por quedarme en el mío -siempre fui testaruda-, ganó la pulseada en un tirón desmedido y después se las tuvo que ver -y ahora vuelvo a las palabras de mi mamá- para agarrar la piel con pincitas y unirla para hacer un nudo. Al perro lo atan para cuidarlo de la calle, dicen, pero debe ser que también de la libertad, como a todos, porque la libertad es la herida más hermosa pero que nunca cicatriza, el mundo rueda de acuerdo a esta condición, por eso todos preferimos estar a salvo. Así que mi ombligo no se secó como las flores cuando son cortadas, mostrando lo que muere en el tiempo; algo quedó ahí, latente, sensible al contacto, frágil, siempre herido, recordándome la libertad. Lo indiscutible de la historia -y nadie me lo dijo- es que aquel día lloré. Siempre he tenido el llanto bordeándome el ojo, ¿por qué ese momento de desarme sería la excepción? 
El primer día de cuarentena estaba como cualquiera que se encuentra en su casa: fuera de las normas de la buena presencia y haciendo el tipo de cosas que se hacen cuando no hay horarios que respetar. Bajé mi vista y lo vi: mi ombligo estaba sangrando. En treinta años, jamás me había pasado. Sangraba lentamente como si quisiera engañar al tiempo, e iba empapando los bordes, dejando su rastro. Me quedé inmóvil, helada. Mi ombligo se había vuelto a abrir y me lo había estado avisando. La sangre era espesa y clara. Se había abierto y yo estaba obligada a la distancia de la persona que sabía esto y sin transporte. Otra vez desarmada. Vibró mi celular. La sangre seguía saliendo. Me había puesto pálida y me sentía mareada. Lo agarré, llegué al baño y me senté sobre la tapa del inodoro. Sentía frío. Era un whatsapp de mi mamá preguntándome qué hacía y cómo llevaba la cuarentena. Me concentré en responder, le dije que yo estaba bien pero que estaba tomando precauciones: le dije que la quería mucho y que se cuidara. Empecé a llorar, creo que estaba asustada. Me contestó que iba a pasar la cuarentena en lo de mi abuela para cuidarla. Las dos, por sus edades, son el plato de oferta al covid. Me paré y me acerqué a la pileta, me lavé despacio. Seguían mensajes de rutina pero necesarios para que la conversación no se termine. Me preguntó si ya sabía cómo tenía que hacer con mi trabajo, le dije que sí. Traté de encontrar la herida sin presionar demasiado. Me dijo que todo lo que estaba pasando estaba escrito. La piel estaba rosada, distinta al resto pero no estaba morada, eso me tranquilizó. Pero que había que tener fe. No creo en la predestinación, creo en los caminos; lo sabe pero no lo acepta. Con paciencia pude ir hurgando hasta que encontré la herida. Me dijo que en el pueblo había gente volviendo de sus vacaciones, le volví a pedir que se cuidara. Agarré todo lo que encontré en el baño que me podía servir para una curación casera. Me dijo -al fin- que en estos días ella había tenido un mal presentimiento pero que no quiso escribirme para no preocuparme. Recordé a Pablo Yulita. En una oportunidad le pregunté si existía la conexión entre personas sin que éstas se comunicaran por los medios convencionales, me lo afirmó y me contó una de esas historias fascinantes que le había dado su experiencia y de las que, quienes fuimos sus alumnos, tuvimos el gusto de escuchar: un niño de diez años se había empezado a mear en la cama y el problema -a pesar del disgusto de su padres que veían ridícula la situación- estaba en una tía que vivía en otra ciudad, pronto descubrieron que ella tenía una enfermedad grave que afectaba su vejiga. El sangrado cesó. La piel estaba abierta, como una boca en busca de aire. Tenía que unirse nuevamente, con tiempo y sin médicos.  Le dije que sea fuerte, que esto iba a pasar y nos íbamos a volver a ver. No sé si le hablaba a ella o a mí misma, pero ella seguía del otro lado. Me contestó que tenía fe en eso y me recordó que no dudara en llamarla por cualquier cosa, que ella vería la forma de ayudarme. Le agradecí y le repetí que estaba todo bien, que no necesitaba nada, que todo estaba en orden.  
Los días posteriores no sangró. Todavía me curo y me cuido. Seguimos hablando por whatsapp de cómo florecen las plantas a pesar de que estamos en otoño, de cómo han aumentado los precios, de que hay gente que la está pasando mal, muy mal. Puedo ver la marca, aún más rosada que el resto de la piel. Quién sabe cuántos desarmes más deba atravesar. Mi ombligo sigue herido y mantiene el contacto vivo más allá de las palabras o los encuentros. Me acostumbré a esas punzadas suaves que de vez en cuando me recuerdan de dónde vengo, me traen el rostro de mi mamá y me llevan a preguntarme qué estará haciendo. Una herida que volvió a sangrar, como sangra todo allá afuera, para mantenernos despiertos, para recordarnos de qué se trata todo esto, para reinventar los vínculos.

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