Ayer conocí a Matías. Matías tiene dieciséis años pero su voz arrastra la infancia. No solo porque no marca la ere y en su lugar pronuncia algo más parecido a la ge; sino también por su ternura, esa que desatan las palabras inocentes. 
En el caos de las doce y en el de mi día corrido por los compromisos, Matías me había ofrecido una estampita de un santo y yo había respondido que no, pensando en que no tenía cambio porque ni siquiera había pensado en que no creía en los santos, y después entré a la iglesia. Así, como si nada, pendiente de que llegue la persona que esperaba. Me senté en un banco en el medio del silencio y la tranquilidad, en un hueco de la inmensidad de esa arquitectura. La gente entraba, se santiguaba y se sentaba a rezar; algunos recorrían las estatuas, y les dejaban un beso que primero depositaban en sus manos y las miraban reverentes antes de seguir camino. Afuera Matías seguía recibiendo los "no". ¿Me voy a ir al infierno por maldecir adentro de la iglesia? No, si no es este, y en caso que haya alguno, voy a ir por pensar en que no tenía cambio. Salí y me senté con él. Supe su edad y escuché su voz aniñada. Me dijo que no iba a la escuela porque ahora tenía que estar ahí. Volvé a la escuela, Matías; largué de golpe, como si fuera algo tan simple. Más fácil es aguantarse las ganas de llorar. Sí, yo lo pensé, me faltan dos años no más, pero me echaron, no puedo volver. ¡Sí podés! Es tu derecho. Matías pellizcaba la malteada que tenía en las manos y no me miraba. Con una mano la sostenía y con la otra le iba sacando miguitas con la uña del dedo índice como si quisiera que la malteada le durara hasta que me fuera y poder evitar mis ojos que yo trataba de mantener en la plaza porque entendía su incomodidad. Cuando esté en el aula, con chicos de tu edad, voy a pensar en vos, en que vas a estar en la escuela; le dije y le sonreí, él movió la cabeza asintiendo y me dedicó una mirada corta y tímida y me despidió con un gracias. Matías agradece cada migaja que le tiran. Me sentí miserable con esas migajas que eran mis palabras. Una parte de mí sentía que me había dicho eso para conformarme y que me fuera así él podía seguir ofreciendo sus santos tranquilo; otra parte se imaginaba a Matías volviendo a la escuela. Una parte de mi se ahogaba gruñendo contra sistema, el Estado y la iglesia; la otra, se acordaba de Fernando Birri o de Galeano y se aferraba a las utopías.

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